Enrique Pinti

Enrique Pinti nació el 7 de octubre de 1939 en la ciudad de Buenos Aires. Su papá trabajaba en el Ministerio de Obras Públicas, y su mamá había tenido una muy buena situación económica, ya que su abuelo materno, que había venido de Italia en 1898, tuvo una finca con bodega en Mendoza y le regaló a su hija un petit hotel de 14 habitaciones en el cruce de Av. Entre Ríos y Brasil, del barrio de Constitución. Allí creció Enrique, y contaba que de chico era “totalmente sociable” y agregaba con humor: “Pero no me dejaban salir a la calle, y como tenía una casa grande, decían: ‘No entiendo por qué tenés que juntarte con esos vagos del conventillo de enfrente; invitá a los compañeritos del colegio’. De los cuales tres vivían en el conventillo de enfrente”.


Pinti recordaba que en el colegio no era un buen alumno porque “estudiaba nada más que lo que me gustaba”. A los 6 años comenzaron sus problemas de sobrepeso. “A mí personalmente no me importaba hasta que empecé a tener contacto con la sociedad competitiva”, comentó en una oportunidad. Su sobrepeso y su indiferencia total por el fútbol lo convirtieron en un fanático del cine. “Nunca me mandaban al arco. Cuando me invitaban a jugar al fútbol, yo les decía ‘vayan, ganen pero a mí no me rompan los huevos que no nací para esto. Yo iba tres veces por semana al cine. Si en el fútbol no era bueno en eso era tres veces bueno”, contaba con orgullo.


Contaba que cuando vio “La marca del Zorro” con Tyrone Power decidió que sería actor, soñaba aparecer con peluca, barba, hacer películas de época. “Me imaginaba el cartel con mi nombre con bombitas rojas. En la puerta del teatro había cola de gente que luego me aplaudía de pie”. De chico ese era el sueño, de grande fue su realidad. Fue para esa época también que descubrió que el humor era algo casi innato. Después del cine, llegaba a su casa y contaba el argumento de la película y todos se morían de risa, pero cuando las iban a ver morían de aburrimiento.


Al terminar el secundario arrancó a estudiar la carrera de Derecho pero como “una manera de engrupir a mi padre”. Ya hacía teatro independiente, se levantaba a las 8 de la mañana y se acostaba a la una de la madrugada por lo que se la pasaba durmiendo en la mayoría de las clases. Recién rindió una materia al año y medio. Su camino estaba por otro lado.


El artista que hizo de la verborragia una marca personal tuvo un comienzo frustrante. En 1957 era su debut teatral, debía decir solo una frase -“queremos al zurdo”- pero se la suprimieron porque tenía mala dicción. “¿Cómo podía ser que yo, el gran charlatán, que el único insuficiente que traía del colegio era por charlar, no pudiese lanzar una frase porque no se escuchaba?”, reflexionaba con ironía.

Su primer papel pequeño pero importante fue a los 18 años en “El burgués gentilhombre” de Moliere. “Era un teatro independiente pero profesional. Sólidamente armado con Alejandra Boero, Héctor Alterio, Pedro Asquini. No era una tontería”. Sin embargo, el crítico Kive Staiff los destruyó. “A los niños, el 14 empiezan las clases”, escuchó como una puñalada. Cincuenta y tres años después la vida le daría revancha. Protagonizaría la obra en el Teatro San Martín que en ese momento dirigía Staiff.


Fue abandonando Derecho poco a poco. Consiguió trabajo en la boletería de Nuevo Teatro y empezó a cobrar unos pesos por derechos de autor de algunas obras que había escrito. En 1969 trabajaba haciendo encuestas cuando Andrés Percivale le pidió que escribiera unos guiones humorísticos para su programa Casino Philips, al tiempo Osvaldo Miranda le encargó que le escriba los sketches y Eduardo Bergara Leumann, le pidió también algunos textos para la Botica del Ángel. Hasta que Canela lo llamó para su programa “La luna de Canela”, donde lo hacía escribir pero también lo puso de coanimador. “Eso me empezó a dar de comer y mucho”. Además entre 1969 y 1975 escribió los guiones de la historieta “El Mono Relojero”, para la revista Billiken.


Consolidado como el autor que no quería ser, peleaba su lugar como el actor que soñaba ser. Había pasado los 30 y no lograba un nombre entre los que sentía sus hermanos artísticos: Antonio Gasalla, Nacha Guevara, Edda Díaz. En 1973 lo convocaron para ser parte de Juan Moreira Supershow pero ni la obra ni el texto lo convencían. “No hallaba quién pudiera decir lo que yo quería interpretar”, lamentaba. Entonces, decidió protagonizar sus textos y comenzó con los espectáculos unipersonales “Historias recogidas” y “El Show de Enrique Pinti”. Así comenzó su camino propio.


El 15 de marzo de 1985, estrenó “Salsa Criolla” en el Teatro Liceo, ubicado en la calle Rivadavia 1499 del barrio de San Nicolás. La obra, era una cabalgata histórico musical que reseñaba la historia argentina desde la llegada de los españoles hasta nuestros días. Realizó 2998 presentaciones y la vieron casi tres millones de espectadores. Recibió muchas críticas por lo que sería su sello personal: el uso de malas palabras. Algunos espectadores llegaron a escribirle cartas quejándose. “Me importa un rábano. Para mí es la cáscara, cada cual elige lo que mejor lo expresa. Aristófanes utilizó un lenguaje obsceno para decir cosas muy importantes. Lo mismo hicieron Boccaccio o Rabelais. Niní Marshall, Juan Verdaguer, Luis Landriscina no necesitaron decir malas palabras pero yo necesito decirlas para expresar, cosa que escandaliza a los imbéciles”.

Para justificar su estilo, contaba que en la familia de sus padres eran todos “unos malhablados fantásticos”. Todos los domingos aparecían los chistes verdes, puteadas de mi padrino que era médico de clase, y de mi tía, una gran beata pero también una excelente puteadora”. Se indignaba con los que le decían “¡Ay, Pinti, qué grosero!” porque “es una hipocresía social muy grande. No solo acá, en todo el mundo...”.


Después del éxito de “Salsa criolla”, siguió dos años con “El infierno de Pinti”, otros dos con “Pinti canta las 40”, tres de”Candombe nacional”, “Pingo argentino”, “Pinti argentinos” y otros más. Además actuó en los musicales “Los productores”, “Hairspray” y “Antes de que me olvide” y realizó las adaptaciones de “Chicago” con Nélida Lobato, “Yo quiero a mi mujer”, “Filomena Marturano” y #El joven Frankestein”. Reconocía que sobre el escenario se transformaba: “Creo en lo que digo y comparto con la gente una suerte de fascinación” para afirmar “el mío es un oficio hermoso, pero ojo que hay algunos que se creen que esto no es un trabajo más y se endiosan estúpidamente. Cuando se caen hacen un ruido espantoso y obviamente no se levantan más”.


Al hombre que hacía reír lo hacía reír “la pureza de Pepe Biondi, la genialidad de Chaplin, la maravillosa acidez de Woody Allen, la sutileza de Bernard Shaw y Oscar Wilde, disfruto de la comedia de Moliere y me retuerzo con las guaranguadas antiguas de Quevedo, Bocaccio y Aristófanes”.


Quizá entre sus deudas pendientes estuvo la de no haber vivido un gran amor. “Siempre le tuve miedo al compromiso. Leí que es algo propio de mi signo (Libra), un miedo a que no funcione nada; prefiero las amistades”. Aseguraba con humor que “como uno siempre tiene que estar en pareja, mi pareja ha sido mi representante, o Juanito Belmonte, mi jefe de prensa que también es amigo, o Andrés Percivale o Alejandra Boero, mi madre, mi padre… siempre tuve líos con ellos. Celos, abandonos, planteos: todo el quilombo que se tiene con la pareja”.


Se definía como “un buen tipo. Sincero, abierto, un poco cobarde, un poco pesimista y un buen actor”. Cuando le preguntaban a Pinti cómo se imaginaba el Cielo, contestaba que se imaginaba en una casa “llena de malhablados, de locos y de gente macanuda. Con alguna que otra condicional.” Ojalá encuentre esa casa y si no la encuentra es porque quizá Dios en vez de una casa le preparó un teatro donde las risas se confunden con los aplausos y solo quedan los artistas.


El artista, que en los últimos años venía sobrellevando un cuadro de diabetes severa y problemas circulatorios en las piernas, también experimentó una depresión desde que comenzó la pandemia del coronavirus. Con su muerte, el 27 de marzo del 2022, a sus 82 años, se despidió un símbolo del humor argentino de los últimos 50 años, que plasmó como nadie las desventuras de nuestro país.